Y llegaba el verano. Tirábamos las mochilas al llegar a casa un día de mediados de junio y nos desperdigábamos cada uno por nuestro lado. Mi madre siempre se quejaba de que al llegar esta fecha "pululábamos libres a nuestro propio antojo".- como decía ella.
Lo cierto es que nos encantaba. Unos íbamos a la piscina o dormíamos hasta que nos cansábamos. Nos solía gustar la rutina, el calor, la época del año en la que por fin éramos libres para aburrirnos. Jugábamos a toda clase de cosas que ya estaban inventadas y, sobre todo, a las que nos inventábamos. Volvíamos a casa con las rodillas ensangrentadas de jugar al fútbol en el parque. Montábamos en bici, pasábamos las tardes en el campo, merendábamos. Nos acostábamos tarde, veíamos la tele, leíamos. Discutíamos, eso sí, cada día con un hermano diferente que para eso éramos muchos.
Y llegaba el verano, y con él las vacaciones en la playa a finales de agosto. El sol abrasador haciendo castillos de arena, el agua salada y la dulce, el protector solar factor 15 y el color rojo bermellón que cogía la piel del pequeño Juan. Las paellas de mamá en la playa, las interminables sobremesas, las discusiones de media tarde por ver quién se duchaba primero y quién podía estar un rato más en la piscina. Eran los ocho días de vacaciones de mi madre y los ocho días para los que mi padre había trabajado todo el año. Sus ocho días que no dudaban en compartir con nosotros, en llevarnos a todos (incluso a mi hermano Paco que siempre suspendía alguna todos los veranos) al fin del mundo si hacía falta...
Y llegaba el verano y por supuesto, también el final. Aún hoy conservo cientos de fotos de gente alrededor de una mesa después de comer o en la playa enterrados bajo la arena. Imágenes que sirven para que no olvidemos que, a finales de agosto, tenemos una cita pendiente.
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He vuelto. Voy a quitarle el polvo a todos los rincones que dejé por aquí...